Recientemente se cumplió un año desde el primer anuncio de la suspensión de las clases presenciales en América Latina y el Caribe. La pandemia sacudió al mundo educativo como nunca lo hubiéramos podido imaginar.
En la actualidad el virus continúa en expansión en la región, con la presencia de nuevas variantes como en el caso de Brasil, nuevos confinamientos como en Perú, y un acceso muy limitado a vacunas en la gran mayoría de países. En esta coyuntura, tan similar al escenario del 2020, la vuelta a clases presenciales se ve muy lejana en gran parte de los países.
En su momento más álgido, más de 165 millones de estudiantes de la región se vieron afectados por la interrupción de clases presenciales por hasta casi 10 meses consecutivos. Los efectos de la pandemia en el ámbito educativo apenas se pueden describir y contabilizar con el paso de los meses. Las estimaciones y presunciones iniciales parecen ser insuficientes frente al duro escenario que viven nuestros países. De lo que no cabe duda es que los efectos de la crisis en educación no se podrán mitigar solo con la reapertura física de las escuelas.
La pandemia ha dejado expuestas como nunca las desigualdades presentes en educación. Los sistemas educativos de la región viven un escenario cada vez más complejo, debido a tres elementos: la incertidumbre sobre el riesgo de contagio en los centros educativos, las diversas respuestas dadas por los gobiernos en torno a la reapertura de centros educativos y la propagación propia del virus. Desde el inicio se percibió el efecto que la pandemia tendría en las desigualdades educativas ya existentes. No es que se generaron nuevas: se ahondaron las previas
Durante el 2020, los sistemas educativos reaccionaron inmediatamente al shock del cierre generalizado de las escuelas (educación en línea, entrega de material impreso o con programas en radio o tv). Pero las respuestas que se brindaron a la emergencia chocaron con los límites de las capacidades institucionales existentes. En este contexto, las tareas de los gobiernos se tornan cada vez más compleja; además, las decisiones en el sector son altamente sensibles con potencial impacto sobre buena parte de la población. No solo la adopción de medidas, sino la ausencia de decisiones genera una reacción inmediata en medios periodísticos y redes sociales, tornando más difícil aún la posibilidad de generar respuestas o consensos sobre el (mejor) curso de acción a seguir. Pensar en una posible reapertura de las escuelas, pese a ser uno de los escenarios más deseables en los países, sigue siendo una aspiración de muchos a la vez que uno de los temas pendientes y más álgidos en las agendas gubernamentales.
Sin embargo, los desafíos institucionales no se suscriben solo al retorno a clases presenciales sino a los posibles cambios que se verán en varios sistemas educativos en los próximos años. El cierre permanente de centros privados pondrá más presiones sobre el sistema público, porque deberán absorber a los estudiantes provenientes de los centros que cierran. Los esfuerzos por reabrir las escuelas también enfrentarán la resistencia de los gremios de maestros ante la reapertura de las escuelas y las opiniones encontradas de los padres que temen por la salud de sus hijos y familias, al mismo tiempo que se encuentran con la necesidad de trabajar fuera del hogar, en especial las madres.
Dado los costos que implica tener las escuelas cerradas físicamente, urge plantearse alternativas de política que permitan contener los efectos de la pandemia en el corto plazo y reflexionar sobre cómo se configurará la oferta educativa a partir de la crisis ocasionada por el COVID-19.